30.8.08

Teeteto vuela

Teeteto
hundido
en las huellas de su sombra
sentado
en los extremos nocturnos
de un sueño
levanta
sus ojos de poeta
y se jacta
de romper letras
y augurios
con su vuelo

25.8.08

Síntesis

Negarse en presente
y ver cómo
debilmente
el borde corre
su boca del dintél
y cómo el espacio
desborda en fulgor,
en amalgamas
de puro destello blanco
y piras del futuro
que incineran
largos pasos perdidos.

19.8.08

Bisontes

En el cenit del plenilunio
caían aves de piedra
que estrellaban su canto
entre arrullos de viento
y coplas de barro.
Ilusas figuraron
dávidas prometidas,
enjaedazas
por el llanto
de la dulce perla hundida
entre lenguas de la noche.
Levitaron en deseo
por la gracia prometida,
y al rozar
la suave línea
renunciaron a su anhelo.
Es que vieron a bisontes
bordeando el lunar blanco,
en carabana
trotando
hacia el lugar en donde
lloraba la luna.

12.8.08

Bajo el jacarandá

Tomé la falleba y de un giro violento pude sentenciar cualquier contacto con el resto de la casa, con ese resto culpable de las palpitaciones presentes, las palabras hondas y precipitadas que Juliana me dedicaba con los ojos húmedos luego de arrojarla sobre la cama del abuelo, sobre la cama que en esos mundos que creábamos en las tardes infantiles de verano era una isla libre de amenazas y tiburones, nosotros nos tomábamos de los brazos y forcejeábamos como gladiadores para desterrar al otro y condenarlo así a una muerte onírica, a mandíbulas hambrientas que nos miraban con ojos pardos y malévolos (así yo los imaginaba, nunca le pregunté a Juliana cómo veía a los tiburones) que esperaban el ruido seco que hace un cuerpo al impactar contra el suelo para devorar nuestras risas o las injurias que generaba un golpe fuerte en la cabeza o alguna artimaña inmoral del vencedor. Juliana yacía en esa cama, en la cama donde murió el abuelo tantísimos años atrás, que el tiempo y la desidia habían dejado intacta. El conjunto del cuarto era una imagen minimizada del recuerdo engendrado en mi niñez, las dos sillas de ébano hechas en Damasco que el bisabuelo compró en un mercado de pulgas de Bajada Grande, la biblioteca repleta de libros de aviación, de psicología conductista y una edición antiquísima de la Real Academia; la pequeña repisa donde estaba el tocadiscos que el abuelo me prestaba para escuchar un disco de los Beatles que le robé a Miguel. Las paredes, que fueron blancas y ahora las teñía un rubio ceniciento, acobijaban herméticamente los gritos que Juliana estampaba por todo el cuarto, entre el pelo alborotado que ocultaba sus ojos de porcelana hundida en leche, en la voz estridente que suscitaba un pedido, un llamado ininteligible a los dones de la casualidad, a la posible duda del trágico destino que auguraban mis manos, las manos que con suavidad arrojaron el pelo de Juliana hacia atrás dejando al desnudo su cara, las magníficas formas que el temblar de sus labios dibujaban en el aire, el blancor de su piel azorada, la liviandad de sus ojos para trasmitirme que todo estaba figurado, que había entendido los signos que anunciaban la trascendencia ontológica de ése instante.
Juliana vivía a dos casas de la mía y por las tardes nos quedábamos horas inventando historias, muchas de ellas emulaciones de radionovelas que escuchábamos la noche anterior. Íbamos al jardín de casa, alumbrado siempre por los tonos violáceos del jacarandá, y bajo su sombra interpretábamos las aventuras que nuestra imaginación y memoria iban creando en forma dialéctica, siempre con un final enamorado, con un contacto entre las dudas e insipientes exclamaciones que suscitan en los albores de la vida, eso que ambos deseábamos sin comprender, el movimiento temprano y exquisito del goce y el amor. Juliana corrió mi mano con violencia, con el ímpetu feroz que fluye en la sangre amenazada y tomando una almohada ocultó las perfecciones de su cara. Otra vez los gritos rebotaron por el espacio cerrado y la estridencia de su voz los hacía insoportables. El verla sufrir a Juliana siempre fue un ataque, el quiebre de cualquiera de mis días sosegados, era volver a la noche en que confesó su proyecto de irse a estudiar medicina a Buenos Aires, al nudo insoslayable que roía mi garganta desde que era chico, a esa noche en que el nudo debía desatarse para regurgitar el sinfín de vuelos idílicos que había imaginado con ella a mi lado y así forzar la supresión vital de la duda y el miedo a ser sepultado por el único y perfecto ideal de mi juventud. No, Juliana; esa noche no pude, sólo dejar que te vayas en silencio y ver tu andar de espaldas, cada vez más lejana, más intocable y diáfana en esa distancia de abismo, concentrada en las desconocidas costumbres porteñas. Ibas a olvidarme, olvidarías el patio a la tarde y la sombra del jacarandá, el viaje de quinto año a Misiones, las pesadas noches de estudio en tu cuarto, la isla y la mirada de los tiburones, la pequeña fantasía que sólo juntos y en silencio comprendíamos y creábamos. Juliana se retorcía y se entrelazaba a las sábanas de la cama del abuelo, comenzaba a patalear con furia y debí abrazarla con firmeza para que quedase quieta. Su pelo se desplegaba en mi boca, haciéndose difícil culpa de esa pelusa salivosa susurrarle al oído las hebras antiguas que de a poco iban saliendo por la garganta, endulzando el esmalte de los dientes y, atravesando el paladar, se desprendían luego de estar encerradas por tantos años. Las emociones de esos días de juventud comenzaban a traslucirse finalmente en palabras, en dulces melopeas que viajaban por las filas de aire hasta rozar el borde de su oído. ¿Cómo no había pensado en que volvería, que la magia que conjugábamos juntos iba a desaparecer en la distancia, en mis noches solapadas por la soledad? Ahí estabas, con mi boca que degustaba la calidez de un manojo de cabellos tuyos, otra vez atada a esa bondad que siempre fue tuya, que durmió tantos años en mi carne esperando el contacto placentero con tu cuerpo; ahí estabas, tratando de girarte, de ver la amalgama mineral que recubría tus ojos y hacerte entender que todo había concluido, que nada había que esperar ya; ahí estabas, otra vez mostrando tu espalda, renegando en llanto, sin sentir la profundidad de mis caricias y el deseo de ver tu cara iluminada por el fin, con tu fina espalda que ciñe la hermosura y marca esa distancia, el espejo que no quiere ver su propio reflejo, otra vez aparecía el Ford blanco y tus valijas y esas cartas que nunca llegaron a mis ojos. ¿Porqué entonces el llamado y la necesidad de regresar? ¿Para qué la diabólica intención de volver hasta aquí y mostrarme otra vez tu espalda, Juliana? Pero estás acá conmigo, la doctora entrerriana y el eterno peón de campo, los dos de nuevo bajo el jacarandá, esta vez nocturno y de seda, que da sombra a los gritos y a una mano que sumerge las delicadas formas de las travesías de palabras adentradas en un sueño, de la procesión magnética que velaba noches enteras bajo la soledad inocente de una cama y lágrimas violentas, deseos que oscuros pueden concretarse, usando el vacío que la distancia transforma en una venganza de la piel, la ignorancia y la locura que los años entrenan escondiéndose entre muslos junto a la inicua forma de transustanciar la poesía en una desenfrenada movilidad de la carne, en la gloria magnífica de un sueño corrupto.

7.8.08

Desreme

Me velo, me revelo, me desvelo;
me nuevo, me renuevo, me desnuevo;
me uso, me rehuso, me deshuso;
me veo, me reveo, me desveo;
me hago, me rehago, me deshago;
me tiro, me retiro, me destiro;
me creo, me recreo, me descreo;
me vivo, me revivo, me desvivo;
me tomo, me retomo, me destomo;
me limpio, me relimpio, me deslimpio;
me ato, me reato, me desato;
me vuelvo, me revuelo, me desvuelo;
me duermo, me reduermo, me desduermo;
me torno, me retorno, me destorno.