26.8.07

Pasteur, encandilada en sombras

La tácita Pasteur se encuentra en calma, como siempre sucede al ser tocada por las noches del invierno. Mi andar pesado, de tonos lánguidos y obtusos, denota mi necesidad de tender mi cuerpo sobre los girones de mi cama. Percatándome de la cercanía que hay desde aquí hasta mi casa, prendo un cigarrillo, sabiendo que será un cadáver inútil al pisar la puerta de entrada. Pasteur, encandilada en sombras, me sorprende con la presencia de un cuerpo no mío caminándola conmigo, pero en opuesta dirección. Nuestro cruce encierra dos adjetivos que nutren su escencia: Es inminente e inevitable. Cada paso mío es un paso doble, como también los suyos.
Puedo verme atrapado en una escena digna de la yunga salteña, en donde un coatí huye aterrado por la mirada deseosa de carne del yaguareté. Yo no treparé ningún árbol ni me esconderé en la maleza, no tendré una actitud de coatí, prefiero seguir andando, cabizbajo meditando junto a la pequeña ascua de mi cigarro. No puedo evitarlo, pienso en la muerte, en cuál sería la mejor forma de abrir mis puertas a ella. Levanto la mirada para ver cuán próxima está de mí. Pocos pasos nos separan. Mis gestos inconscientes se enajenan de mis movimientos. Dirijen mi mirada hacia el piso. Aprieto mis párpados, mis piernas no se detienen. Una brisa me roza, y al hacerlo, vuelvo a tener control sobre mi cuerpo. Pongo en alto mi frente y abro los ojos. Pasteur se encuentra tan vacía y oscura como siempre.

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