18.2.08
1 + 1 = 1
En el aire sintieron la brisa floreada que su aleteo repartía por los puntos por donde pasaban, como si la cola invisible de un cometa rozara la estela de otro y juntas formasen el cruel aroma del sexo. Cruzáronse por lugares cercanos, por coordenadas inaprensibles en donde coincidieron las fuerzas de sus movimientos y así, fueron sorprendidos por el ardor que dominaba su vuelo para luego apaciguarlo en el estallido de un abrazo, en la cópula entre alas, girando desorbitados sobre los espacios de la habitación, estrellándose contra las paredes rugosas, las patas de mi silla, el vaho de un cigarro, para dar por fin con el albergue perfecto: el recoveco ideado por el azar que nacía en el relieve de una hoja doblada y su contacto con un libro de gramática, formando una cueva privada, una habitación oscura en donde su leve imaginar pudo hacer despertar la naturaleza dominada por el puro deseo. Copularon como su libro innato dice, con las formas inmortales que las especies se inculcan en lamemoria de su cuerpo. En ese instante supieron lo que es ser hombre, gorrión y tigre. Dudo que pueda hablarse de amor. El contacto y los movimientos eran novedades en sus cuerpos, nociones dormidas que jamás habían sido solicitadas despertaban envueltas en la pasión feroz que tiñe el nacimiento de los seres. Se aceleraban, juntos creaban un cuerpo nuevo con un tiempo nuevo también, una dinámica de fuerzas que no podía pertenecer a un sólo sujeto; las pasiones se alimentaban y los calores pasaban por fuego, por espadas que esperan huir de la fragua ardiente, que necesitan estallar en un gemido de lujuria, en sensaciones que sus formas nunca supieron experimentar. De pronto, algo estalló y se perdió en el aire, el nuevo ser había sido demasiado. Rendidos, con las fuerzas suficientes para abandonar la cueva, trataron de marcharse para que otra nueva casualidad les brinde algo necesario, sea alimento o descanso. Dejaron de desearse y trataron de separar sus cuerpos para que cada uno continúe con lo suyo, pero cuando uno trató de llevarse la parte que había introducido en el otro, dio con la sorpresa de que no podía recuperarla. Intentó desligarse con suavidad un buen número de veces, con la sutileza que enseñan los años de aprendizaje, pero no había caso. Lentamente, la desesperación supo tomar su ánimo y comenzó a usar todas sus fuerzas para despegarse de su compañera. Ella, despreocupada en un principio, no entendía porqué su compañero tardaba tanto en dejarla libre, en soltar su cuerpo y permitir su vuelo lejos de esa cueva. No quería lastimarla, sólo deseaba poder separarse, sin embargo cuanta más fuerza él hacía para librarse, más era el dolor y la desazón de verse igualmente atrapado. Creyó que querían retenerlo para formar de nuevo esa dinámica, esa vorágine de sensaciones que ya no quería experimentar; creyó que ella contraía sus músculos para tenerlo como esclavo, para renacer el fuego que ya era ceniza. Ella comenzó a creer lo mismo. Las fuerzas por librarse empezaron a nacer en ambos, trataron de volar en direcciones opuestas y de combatir uno contra el otro para que el yugo inexistente se quiebre. El odio resplandeció como una hoguera nocturna, de la misma manera que antes habían creado la luz ahora los cubría el rencor por el otro. Eran dos esclavos de sus cuerpos pensando en la inocente manera en que habían confiado su cuerpo a un otro tan malévolo, pero algo había fallado, algo que no podían controlar. Aparecieron los movimientos por la supervivencia, la guerra entre ellos, la atención a los descuidos y los tironeos repentinos que trataban de sorprender las fuerzas represivas del otro. Peleaban dando giros improvisados en el aire, sus cuerpos unidos se mezclaban en la cueva oscura, sus patas y alas trataban de rechazarse pero no había caso. Ya eran uno. Tras un buen puñado de tiempo de batalla inútil, quedáronse quietos sobre la mesa, dentro de la cueva lóbrega que ahora tomaba las formas de una tumba, ya sin fuerzas para seguir combatiendo y con la nimia esperanza de que el destino se apiade de su fatídico presente. Inmóviles, mirando hacia direcciones perfectamente opuestas, esperaban su salvación en su muerte. La muerte de uno traería el sosiego de ambos, uno se hundiría en un descanso eterno, el otro podría librar su cuerpo y echarse a volar. Atentos sobre el presente del otro, esporádicamente movían sus antenas para explicar que la rendición era lejana. El hambre comenzó a traducirse en dolor, sumado con el cansancio tortuoso que sufrían sus miembros. La vibración de las antenas se fue mezclando con los espasmos que auguran el inminente final, con el suspiro que la muerte va depositando en la boca de quien agoniza. Cada vez más separados por la quietud, los movimientos pasaron a ser mínimas muestras de vida que aparecían y acababan como un destello en la cruda noche. Una parte del nuevo cuerpo no volvió a dar señales. La paz había acometido para una de las mitades y la otra, con un fulgor escondido que su amor por la vida le otorgó, tiró con todas las energías que la nueva esperanza le había dado. La desazón fue criminal, estaba atrapado a un muerto. Esa esperanza última que se apagaba provocó el descreimiento definitivo, la fría resignación que espera la eternidad del sueño. Depositó los restos de su fe en algún ser extraño que quizás podría aparecer y desprender la condena que llevaba detrás suyo. Las antenas volvieron a vibrar, esta vez para darse a sí mismo una prueba de vida. Debía pensar en las antenas, que no dejaran de moverse, que algo vendría a salvarlo pero sin las antenas en vano sería, que el movimiento era su vida y su vida se basaba en el movimiento. De pronto, ya no hubo recuerdo ni antenas ni movimiento ni dos cuerpos que supieron volar; tan sólo un ser engendrado por la pasión que proyectaba su sombra inerte sobre las hojas de un cuaderno.
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