Desde un sueño fui advertido
por un grito anónimo parecido al trueno
sobre lo que mis ojos vieron siempre,
sin ver más que un punto ciego.
El tazón del café está vacio
y ninguno de los dos pudo advertir
la cruda herida que padecía añeja
en el gaznate de nuestros albores.
Las persianas no se abren
y la luz se filtra por sueños íntimos;
no preguntamos dónde están nuestras mejillas
cuando se apagan las armas del pudor
ni cuál será la hora entre los mil relojes
que rozan exangües números dispares.
Han cesado los cambios del hogar,
los ruidos y las noches de luna,
todo muta en amargo ceniciento,
en cadenas que pueden callar
las voces ígneas del puño cerrado.
Ya no hablamos de abedules
ni trazamos las líneas del futuro patio,
abandonamos las glotonerías de cama
por el insípido jugo del sabor ajeno.
El televisor huele a simbiósis,
heterogénea pero sin quebrarse,
incapaz de lacerar mi despecho
al mudarlo de imagen con dedos de rama.
Desde el cuarto escucho tu grito
que la resonancia hermética amplía;
ignoro si va dirigido al teléfono negro
o si es un soliloquio que el abandono
debe extirparse desde la soledad oscura.
¿Cómo conciliar el sueño ahora
si, ya despierto, me susurra que no ha mentido?
13.7.08
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